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Patio de luces

Estos días han sido de mucho corregir y de mucho dudar, es época de evaluaciones.

En este tiempo el alumnado está nervioso y poco receptivo a todo aquello que no sean las pruebas y las notas. Son días de inquietud y preocupación para muchos de ellos.


El alumnado está agotado y los docentes también. Les suelo señalar que el profesorado también acusa la sobrecarga de trabajo que conlleva el final de una evaluación, que no somos diferentes. Lo único es que nosotros ya tenemos mucha experiencia en esto y somos conscientes de que este tiempo pasará y traerá un nuevo comienzo, un nuevo trimestre y una nueva planificación sobre lo que debemos impartir, trabajar y retomar. Es un ciclo que se repite y que no debería cogernos por sorpresa.


Pero lo cierto es que este final de trimestre está siendo agotador, fatigoso, una ardua tarea. Me ha pasado lo que hacía tiempo no experimentaba. Es como si me hubiera vaciado y hubiera entrado en un periodo de sequía, a modo de páramo. Ese bache me desconcierta por lo inesperado, pero me ayuda a comprender que este desorden solo requiere de calma. En ocasiones la vida te pide recuperar el sosiego y la simplicidad –recentrarte-. Es importante, cada cierto tiempo, parar un poco y recuperar el equilibrio.


La actividad en el último tiempo ha sido intensa y muy enriquecedora, retos, proyectos, nuestro Congreso… un sinfín de emociones, momentos y alegrías. Así es nuestro quehacer diario y, sin embargo, son muchas las ocasiones en que necesitamos recuperar un cierto control sobre todo lo programado, y respirar.


El profesorado nos nutrimos de muchas cosas que nos permiten luego afrontar la docencia de una forma más completa. La familia y los amigos son de las más importantes. Los viajes y los libros nos moldean. La formación, las redes sociales, las películas y la música aportan mucho para luego poder hablar con el alumnado de todo y de nada entre clase y clase. Pero quizá sea uno mismo y sus propios pensamientos los que de una manera más intensa dan lugar a esa profesora o profesor, que con sus vivencias y su mochila vital, va a manejarse en el aula de una u otra forma. Y es que, a fin de cuentas, somos algo más que facilitadores de conocimiento.


Cada uno tiene sus maneras de sobrellevar los desafíos y las contradicciones. De parar, en cierto modo, para no atropellarse.


Desde hace unos años trato de buscar un ratito cada mañana para dejar de hacer, de cavilar, de esperar. Me ayuda a poner en orden mi día a día. A veces leo o escribo unas líneas, pero hasta eso se me está resistiendo.


Cuando dicen que los profesores tenemos muchas vacaciones siempre me pregunto qué pensarán que hacemos durante los meses de clase. La mayoría de mis compañeros de especialidad trabajan muchas más horas de las establecidas, se hacen cargo de muchos grupos diferentes y tienen una variedad considerable de perfiles y de necesidades que atender, todo lo cual requiere de una implicación que va más allá de lo que marca el horario. Y sin esos tiempos de tregua, de necesario descanso, estoy convencida que no podríamos desarrollar nuestro trabajo con la ilusión y el compromiso que se requiere.


En este último tiempo procuro mirar más, detenerme más, poner atención en los detalles y observar aquellos gestos, matices que en muchas ocasiones dejamos pasar por este ritmo desenfrenado que no nos deja disfrutar de las pequeñas cosas. Los que tenemos la suerte de tener cerca el mar sabemos de ese regalo que supone pasear por la playa sin ningún propósito ni preocupación, por el simple hecho de comprobar la belleza que nos rodea y de encontrarnos ante algo tan inmenso que nos recuerda lo humildes que somos.


Los patios de luces también saben de vivir para adentro. El mío es grande y asoma al patio de un colegio. Sobrevuelan las copas de los árboles de ese centro escolar y ya están teñidas sus hojas del ocre del otoño. Muchas mañanas me voy canturreando la canción que ese día han elegido para iniciar la jornada y en los fines de semana, algo huérfana de gritos y bullicio, salgo a él para sentir el calor del sol que en esta, nuestra tierra, es un amigo incansable que no nos abandona fácilmente.


A esa pequeñita terraza acudo en momentos en los que no puedo escaparme a otros refugios. Allí tengo una planta grande y majestuosa que me dejó mi vecina Mercedes para que no me olvidara de ella, para que cuando la viera recordara que fue nuestra compañera de vida durante un tiempo. Murió hace unos años y allí sigue la planta, elegante y altiva como era su dueña, pese a mi mala mano con todo lo que supone cuidar. La recuerdo porque a ella también le gustaba salir a esa parte de nuestra casa y hablar un ratito.


Esa terraza sabe de alegrías y penas. Allí salgo cuando viene mi hermana a casa y necesita fumarse el cigarrito de rigor. Es curiosa la sensación de intimidad que sentimos cuando hablamos allí. Mi hermana es una de mis islas, imprescindible, alguien fundamental para mi hija y para mí.


Pero muchas otras veces salgo ahí sola, con mis pensamientos y mi café. Y pienso y siento que es uno de mis momentos. Vivir para adentro es algo que todos necesitamos, te centra, te repara, te reconcilia. Necesito de la gente, disfruto mucho de la compañía de los otros. En los últimos tiempos mi círculo se ha ampliado con personas que ya son imprescindibles, pero sigo necesitando de momentos de calma para encontrarme y serenarme. Sé que los necesito de manera especial cuando la emoción me asalta sin casi avisar. La emoción en mí es algo frecuente, por tristeza pero también por alegría. Llega de manera espontánea y me hace sentir algo frágil. De ahí que en esos momentos prefiera estar en soledad o con aquellas personas que puedo permitirme ser sin esconderme. Los patios interiores permiten esos pequeño descansos del alma, es como la trastienda, el lugar donde nadie repara en cómo estás o cómo te comportas.


El frío intenso ha llegado de golpe, pero aun así puedo estar ahí, en mi guarida, sin hacer nada o simplemente anotando cosas en uno de tantos cuadernos a los que acudo cuando necesito aclararme. Tomar notas me ayuda a poner orden. En esos momentos sopeso, me enfado, me riño, me reconcilio conmigo misma y me lleno de buenos propósitos para poder continuar con ilusión, con esperanza, un nuevo tramo del camino. La esperanza es necesaria siempre y a veces hay que salir a buscarla.


Sé de quedarme solo con lo bueno, lo hermoso, y no por candidez o ingenuidad, sino como opción vital, de manera disciplinada, al ser esa proclividad la que me hace seguir viendo el futuro como algo lleno de posibilidades. Esos momentos de vivir para adentro son los que permiten poner orden y prepararte para recomenzar.


Los días de descanso que se avecinan y las vacaciones de Navidad permitirán recobrar fuerzas y volver a las aulas con la dosis de entusiasmo que esta profesión requiere. Pero será necesario parar un poco, apartar el ego, repensar las prioridades, reducir el ruido, recuperar el sosiego… simplificar.


 

“Paréntesis de felicidad en el curso de nuestros días, ligeros, breves, imperfectos e incompletos,

pero múltiples, cambiantes, vivos y renovados.

Vidas salpicadas de felicidad. Vidas felices a pedacitos.

Vidas felices, simplemente”

-Chistophe André

Imagen: Patio de luces

Obra de Carlos Morago

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