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Mujeres

En fechas como las de hoy, de movilización de tantos en favor de las mujeres, me acuerdo de mi madre y de tantas otras mujeres de su generación que no tuvieron las oportunidades que en la actualidad se nos ofrecen, pero que supieron empujarnos con su aliento y ejemplo para que pudiéramos alcanzar los niveles de independencia y libertad que hoy disfrutamos.


Hablar de mi madre me lleva siempre a emocionarme. Nació en plena guerra -mayo del 38- y fue para ella determinante crecer durante la posguerra. En casa contaba con una madre de derechas y un padre de izquierdas. No se podía hablar de política, era un tema que generaba conflicto. Pero recordaba algo que les unía a los tres, era el amor por la lectura, los ratos que dedicaban a devorar libros suponía un motivo de esparcimiento en el que no cabía la disputa. Mi abuela Julia, novelas románticas; mi abuelo Víctor y ella lecturas variadas, desde Julio Verne pasando por Antoñita la fantástica, A. J. Cronin y tantos otros. Era la encargada de ir a por libros para todos y encontró en la lectura, desde muy niña, un refugio y una pasión.


Somos producto de la época que nos ha tocado vivir. La generación de mi madre lo tuvo difícil, pero creo que supo valorar lo que era realmente importante. Fueron muy conscientes de lo que era determinante para el futuro de sus hijos y, sobre todo, de sus hijas. La educación era lo fundamental, esa generación valoraba el acceso a la cultura y la formación como lo más importante. Y es cierto que fue algo que quisieron para todos nosotros por igual, pero yo lo viví como hija, como mujer, como algo más que un deseo, como una necesidad.


A mi madre, que era muy buena estudiante, le sacaron muy pronto del colegio para ayudar en casa y en el negocio familiar. Cuando vio que el negocio iba a ser para el hijo varón se puso a estudiar aquello que pensó podía abrirle nuevos horizontes, cursó enfermería -aunque lo que a ella le habría gustado era Filosofía y Letras- y soñó con ejercer su profesión en el extranjero, viajar, ser independiente, conocer y vivir otras realidades.


Como tantas otras, lo que fueron sueños y anhelos, se quedaron por el camino. No pudo ser por un cúmulo de circunstancias y obligaciones de las que en esa época solo eran destinatarias las mujeres. No dejó nunca de sentir curiosidad por las cosas, de disfrutar con todo lo que era arte, conocimiento, cultura, pero lo cierto es que no pudo llevar la vida que ella habría deseado y esa privación -imagino- le debió pesar de forma considerable. Nos transmitió ese amor por el saber, por la buena educación y fue para sus hijos un ejemplo en su manera de afrontar la vida y los inconvenientes de la misma.


Siempre que pienso en ella lo hago desde el agradecimiento más absoluto por haber podido tener un referente así. Hay cosas que podemos transmitir desde las escuelas, pero lo que aprendí en casa y con mi madre ha superado con creces lo que después me han ido enseñando, he tenido esa suerte. Como mujer hubo algo que trató de inculcarnos y que siempre le escuché decir, no hay independencia real sin independencia económica. Sin autonomía económica las mujeres no podemos ser iguales ni libres, la educación y el trabajo son irrenunciables.


Han pasado los años y sigo sintiendo que esa afirmación continúa estando vigente. La igualdad real solo vendrá cuando alcancemos niveles similares al de los hombres en el acceso al mercado laboral y, en consecuencia, a la independencia económica. Creo que es importante insistir en ello, debemos denunciar la violencia y el maltrato, pero tenemos que incidir en la importancia de la autonomía económica como garantía contra relaciones tóxicas o de dependencia. La formación en materia de igualdad de género debe partir de una conciencia clara sobre la relevancia de la libertad económica como medida de prevención eficaz y necesaria.


Cuando hablo con mis alumnas no puedo evitar insistir en ello. Su realidad no es la mía, y mucho menos la que vivió mi madre, pero a todas nosotras nos acerca algo que no ha cambiado demasiado, la necesidad de reivindicar el talento de las mujeres, de ponernos en valor, de demostrar nuestra valía con más ímpetu de lo que les sucede a ellos, de trascender la importancia de lo físico y poner el foco en otras cualidades, de tener claro que el cuidado y el tiempo dedicado al hogar es obligación de hombres y mujeres; en definitiva, de educar en el respeto y la igualdad.


Siento gratitud y admiración por mi madre y por todas aquellas mujeres que no pudieron ser libres, no pudieron realizarse. Gratitud por saber ver lo que era importante para el futuro de sus hijas, algo muy diferente a lo que a ellas les había tocado vivir. Y admiración por cómo lo llevaron a cabo, como lograron que las mujeres de mi generación pudiéramos acceder al mundo laboral preparadas y seguras del lugar que nos tocaba ocupar. La generosidad y entrega de esa generación, a quienes se les impuso muchas renuncias, merecería un mayor reconocimiento. Tuvieron una bonita y generosa forma de afrontar los límites que a ellas les pusieron, apostando por todo lo que supusiera oportunidades e independencia para nosotras.



Quiero incluir en esta entrada un fragmento de la novela “El cuarto de atrás”, de Carmen Martín Gaite, que me la trae a la memoria de esa manera tan bonita que tienen los libros:Mi madre no era casamentera, ni me enseñó tampoco nunca a coser ni a guisar, aunque yo la miraba con mucha curiosidad cuando la veía a ella hacerlo, y creo que, de verla, aprendí; en cambio, siempre me alentó en mis estudios, y cuando, después de la guerra, venían mis amigos a casa en época de exámenes, nos entraba la merienda y nos miraba con envidia. “Hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista que una tonta”, le contestó un día a una señora que había dicho de mí, moviendo la cabeza con reprobación: “Mujer que sabe latín no puede tener buen fin”, y la mire con un agradecimiento eterno.



Mi madre ya no está, pero su recuerdo y, sobre todo, su ejemplo de vida me acompañará siempre.


Tal y como ya hicieron las mujeres de la posguerra siento el deseo de seguir transmitiendo a mi hija y, también a mis alumnas, la necesidad de formarse, de adquirir las herramientas que les permitan ser dueñas de su vida, hacerles ver y sentir que solo lograremos el futuro que soñamos a través de la educación y la formación.


Se lo debemos, nos lo debemos.


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